Ventisca
Caballeros de Acuario, Aioria y Kanon
Fanfic de Saint Seiya, Los Caballeros del Zodiaco
Entrada única
—¿Hyoga?
Camus no tenía el sueño ligero, podía dormir en mitad de un carnaval y de un diluvio, pero tenía la formación de un soldado de élite. Cuando alguien se acercaba lo suficiente para perturbar su cosmos, su cuerpo lo ponía en alerta. Incluso si dicho «alguien» resultaba ser su propio pupilo.
—Maestro… lamento despertarlo —habló bajo al cerrar la puerta de la habitación.
—¿Insinúas que fue por error? —el mayor se quitó revoltosos cabellos del rostro antes de incorporarse para encarar al muchacho.
Estaba bastante oscuro aún.
—No, es que ocurrió algo malo.
—¿Culpa tuya?
—De la tormenta.
—¿Cuál-? —antes de acabar la pregunta, el maestro notó que no estaban cerradas sus cortinas; lo que impedía el paso del sol era la nieve al otro lado del cristal—. De acuerdo, ¿qué ha pasado?
—El generador de energía se ha estropeado.
El maestro, el santo, el «adulto responsable» de diecisiete años, volvió a echarse en el colchón y hundió el rostro en la almohada en un gesto de pura desdicha, por un momento que pudo haber sido una ilusión, pues al segundo se hallaba de pie junto a la cama.
—Ya lo revisaré, tú… come algo si no lo hiciste aún y no descuides tu rutina de entrenamiento, Hyoga —dio fin a la charla susurrante.
—Puedo ayudar.
Camus sabía que el muchacho podía, que en ocasiones previas los vio a él e Isaac reparar el anticuado aparato, por lo cual tendría idea del procedimiento. El problema no era la capacidad del alumno, sino la incapacidad del maestro; Camus no se sentía preparado para borrar a su primer aprendiz de aquél momento, de aquél subsuelo.
Era egoísta y cruel, por ende una vergüenza para un hombre como él. El mayor no contestó y Hyoga no insistió, marchándose en silencio del cuarto.
El asunto del generador era intrascendente, puesto que siendo los habitantes de la casa un santo ateniense y un santo en formación —santos de hielo para más inri—, podían vivir tranquilamente en la inhóspita tundra siberiana a base de pura voluntad… o algo así murmuraban las personas que lo reconocían cuando ponía un pie en el santuario, allá en Grecia. Ciertamente, llevaban razón, en cierta medida. Camus podía vivir así, un largo, largo tiempo, pero no deseaba que su alumno «sobreviviera» mientras tanto intentando imitarlo.
El generador, además de la luz, activaba tanto la bomba de succión como el calefón; léase, agua limpia y agua caliente; y no tenían tanto gas en aquella casa como para poder permitirse ducha y comida calientes a diario sin él. Una cosa o la otra. Camus de Acuario podía lidiar con ello, pero, cuando aceptó el papel de maestro, no fue para convertir a sus pupilos en un monjes de la austeridad ante la primera dificultad.
En cuanto se mudó de ropa, el maestro decidió supervisar que Hyoga se hubiera servido una ración apropiada para el desayuno. El chico alzó la atención de su plato en cuanto Camus se apersonó, mas ninguno llegó a decir nada, ni disculpas ni recriminaciones. Algo pasó. Algo que no debía pasar.
Toc. Toc. ¡Toc!
A pesar de que aún debían despejar la nieve para abrirse paso al exterior, alguien golpeó la puerta de entrada. No podía ser una persona normal, mas, a su vez, era demasiado temprano para que fuese Milo de Escorpio y demasiado tarde para Shura de Capricornio; camaradas que el maestro ni siquiera estaba esperando recibir ése día.
Hyoga frunció el ceño e intentó levantarse de la silla, pero Camus alzó una mano en señal de pausa. Al cabo de un respiro, el golpeteo reapareció junto a un llamado.
—¡¿Hola?!, ¡sé que están adentro! —el alumno no reconoció la voz, a la vez que el porte del maestro se relajó visiblemente—. ¡Camus, abre, no quiero echar abajo tu puerta pero está helando aquí afuera!
No era uno de sus escasos vecinos nómadas, ni los compañeros regulares que los supervisaban para el santuario. Era otro de los camaradas de Acuario, que llegó sin previo aviso.
—Sigue comiendo —ordenó el maestro, llevando una mano a su frente en gesto de agotamiento. Se echó hacia atrás el flequillo y, por sólo un momento, el alumno fue capaz de ver cierta fascinación en su rostro pese a la pobre iluminación.
Hyoga partió otra nuez para llevarla a su boca y, entretanto, oyó el murmullo de una animada conversación en el pasillo. Un golpe estrepitoso y un quejido de dolor. Estiró una mano para girar la perilla de la lámpara de gas y la flama se incrementó; incluso si sabía que no debían desperdiciarla.
—Lo siento de veras —un hombre corpulento y de cabello corto ingresó a la cocina, y su expresión compungida cambió drásticamente al encarar al alumno—. ¡Hola! Tú debes ser Hyoga —sonreía mostrando todos sus dientes, como un animal cuando se siente amenazado.
Hyoga asintió y el maestro al fin los alcanzó para presentar al extraño caballero.
—Otro de mis hermanos menores, Aioria de Leo.
—Es un honor conocerlo —ya que los mayores hablaban en griego, decidió hacerlo también.
El santo llevaba varias capas de abrigo, como los nómadas hacían, por lo cual no era como el tipo de Escorpio que intentaba hacer parecer que el frío no lo afectaba cuando sí lo hacía. Aioria sacudió la nieve de su cabeza y se quitó el abrigo superior para dejarlo sobre el respaldo de una silla. Hyoga estuvo a punto de advertirle que no debía hacerlo en esa pues era la favorita de alguien más, pero, acabó llevándose otra nuez a la boca para callar.
Camus permitió al otro santo ocupar aquella silla. Hyoga sintió pena por él, por su maestro, que tanto se esforzaba en guardar las apariencias frente a aquellos que llamaba «hermanos».
—En serio que los enterró esa ventisca, si no fuera por sus vecinos, ni habría adivinado que estaban por esta zona. Además, parece de noche aquí dentro.
—Viniste en buena temporada.
—¿En qué sentido?
—Aunque parezca de noche, afuera hay sol —el maestro les dio la espalda para acercarse al horno—. ¿Te gustaría beber chocolate caliente?
—Sí, si no es molestia —Aioria acercó sus manos a la lámpara de gas, de manera sutil o inconsciente, buscando calor—. Si lo pienso de otra forma, esto es probablemente lo más cercano a un iglú dentro de lo cual he estado. Debe ser divertido poder jugar a armar casitas de hielo, ¿no, Hyoga?
—Lo era —el chico respiró hondo—, pero se ha vuelto aburrido.
—A mí también me cansó construir castillos de arena en las costas del santuario. Si los hacía muy entrado a tierra, los derribaba el viento y si los hacía muy cerca del agua, entonces el mar se los tragaba.
¿Cómo se suponía que debía el alumno responder a eso? El mar…
—Aioria —Camus alzó su voz—. Hyoga no entiende tan bien el griego, habla más despacio e intenta no usar palabras difíciles.
—Ah, lo lamento. Tu griego es muy bueno, chico.
—Gracias.
El santo de Leo era rubio y, aunque su tono era algo más oscuro que el del propio Hyoga, el alumno creyó que el hombre era un sol atrapado en un cuerpo humano; la canción que empezó a tararear era alegre, el movimiento de sus dedos igual… también podría llamarlo manojo de nervios, pero, no lucía nervioso en absoluto. Hasta que alzó su vista al cieloraso, al menos.
—¿Tienen ése tipo de luces? —apuntó a la lámpara de techo.
—El generador eléctrico se estropeó con la tormenta —lo cierto es que Hyoga no había ido a revisar pero, desde que vivía allí, siempre oyó lo mismo tras una ventisca fuerte. Era lo que debía decirse.
—Como dije antes, lamento recibirte a oscuras —secundó el maestro.
—¡No es problema! —el invitado pareció tener una idea pues alzó aún más su mano—. De hecho, te mostraré algo, Hyoga.
El santo de Leo se puso de pie y, apenas tocó la bombilla, la misma se encendió. Apartó la mano y la luz permaneció. El alumno se fregó los ojos por haber sido encandilado, aunque se hallaba más asombrado que molesto; por supuesto, sabía que otros santos no tenían las mismas capacidades que ellos y viceversa, pero…
—Bonito truco —Camus se unió a la mesa colocando dos tazas de chocolate caliente sobre ella, una frente al invitado y otra frente a su alumno—. ¿Cuánto durará?
—Tal vez quince minutos —Aioria aceptó la bebida—. ¿Tú no tomas?
—No había tanta leche. Tendremos que ir a la ciudad pronto… bebe, que sino me sentiré un mal anfitrión.
—Tan responsable como te recuerdo, hermano mayor —el invitado retornó a su asiento con una carcajada—. Supongo que éso también resulta atractivo. Mira —de su segundo abrigo sacó un sobre sellado—, del águila de plata, directo para ti.
Hyoga apagó la lámpara de gas y continuó comiendo. Las cartas del santuario, mandadas por quien fuera, eran algo que ponía a su maestro de muy mal humor. Junto a su antiguo compañero habían teorizado muchas cosas al respecto, intentando adivinar si la última sería cuidadosamente respondida o acabaría entre las cenizas de la chimenea sin siquiera ser abierta.
Camus se movió para guardar la carta en una repisa alta. Hyoga supo que la leería, de otro modo, la habría doblado y guardado en su bolsillo.
—Te lo agradezco, que te molestaras con algo como esto.
—Es un gusto ayudar. A diferencia de ustedes, yo no tengo tantas responsabilidades —al decir eso, el invitado miró a Hyoga, sólo un momento—. Pero, ¿quién lo hubiera dicho? Tan serios y reservados personajes en medio de un amorío oculto. ¡No temas! Soy capaz de ver el revuelo que se alzaría si en el santuario supieran que un santo de oro y una de plata se unieron sin permiso. Ni una palabra saldrá de mi boca.
—...Sí. Gracias —Hyoga notó que su maestro estaba reprimiendo una sonrisa.
Incluso a él le pareció graciosa la palabrería del invitado. El alumno podía apostar al menos a que tres de sus afirmaciones eran erróneas.
Aioria bebió el chocolate en silencio, pensando en algo que se animó a decir recién cuando encontró que ya no había líquido en el fondo de su taza.
—Oye, Camus, si no es muy atrevido de mi parte, creo que puedo reparar el generador. Ese truco bonito no es lo único que aprendí en los últimos años.
El santo de Leo en verdad había ido hasta allí sin más motivo que entregar aquella misiva enviada por su amiga, mas carecía de urgencia por la cual regresar y el volver a ver a un viejo compañero, uno que lo llamaba su «hermano» sin tapujos, resultaba agradable. Incluso si estaban enterrados bajo una montaña de nieve.
—De acuerdo —tras la respuesta del maestro, la taza del alumno golpeó con fuerza la mesa, sorprendiendo al invitado—... puedes acompañarnos, Hyoga.
El chico bajó la mirada pero asintió. Aioria recordó un día ser igual de celoso con su hermano de sangre, por lo cual suspiró pesadamente para romper con el decaimiento.
—¿Y esta presión que siento? Si no logro reparar el aparato, el pequeño Hyoga me verá como un sucio mentiroso y su decepción me apenará tanto que no podré volver a dirigirle la mirada —por el siguiente silencio, pensó que quizás había exagerado en la gesticulación.
—Señor Aioria… ejem, tengo once años. No se preocupe, sé perdonar.
La risa involuntaria de Camus, prontamente acallada, fue todo lo que Aioria necesitó oír para saber que su vergonzoso acto había valido la pena.
Lo que no imaginó el invitado griego, fue que su puesta en escena pudiera resultar premonitoria. En el pequeño sótano en donde los mayores debían andar a gachas, rodeados de paredes brillantes de humedad y un suelo que se hallaba peligrosamente encima del permafrost, Aioria desmontó la carcasa del generador y buscó el problema tras confirmar que no encendía ni con su «ayuda». Al final, puso mala cara y su anfitrión lo cuestionó al respecto.
—¿Cuánto tiempo llevan sin luz? —preguntó de regreso.
—Desde hoy, tal vez anoche.
—Eso es un milagro —asombrado, el santo de Leo retiró un foco quebrado y una pieza derretida que no habría salido fácilmente de otro modo—. Esta cosa lleva un buen tiempo fundiéndose. Si bien es cierto que no soy ningún experto, e incluso considerando que la calidad sea excepcional, veinte años en las condiciones de éste sitio no son equiparables a las de otro.
—No hay nada que hacer.
Al no expresarlo como una pregunta, Aioria no se atrevió a confirmarlo. El propio santo de Leo sabía que el santuario no había otorgado aquél hogar a Acuario con una expectativa de residencia tan amplia, Milo de Escorpio solía quejarse al respecto de las pobres condiciones en que estaban, pero, ya que el propio Camus no lo hacía, nadie obraba al respecto.
El griego observó el ceño fruncido del pequeño alumno y respiró hondo, ladeando la cabeza.
—Si de algo sirve, puedo cargar el nuevo de regreso e instalarlo —quizás se estaba tomando muchas libertades y adelantando hechos jamás establecidos, pero, en su órden primero iban las soluciones y después las quejas—. Considéralo un pago por el último chocolate.
—Ya dije que-
—¿Puedo acompañarlos a la ciudad? —el que interrumpió a Camus fue su alumno, desde la entrada al sótano.
—¿Puede? —secundó el griego, sonriente.
Camus los observó, de uno en uno, poco sorprendido. Negó suavemente por su actitud pero su respuesta fue afirmativa, con un gesto indicó al chico que entrara en el sótano antes de salir él mismo.
—Aguarden un momento antes de subir. Cierren los ojos y respiren hondo.
Al ver que Hyoga obedecía, inflando las mejillas y cerrando sus ojos con fuerza, Aioria lo imitó apenas Camus se perdió de vista.
Una ráfaga gélida los golpeó, pero, para alguien que había luchado ocasionalmente contra el santo de cristal, resultaba obvio que aquello no era un ataque ni estaba dirigido a su persona. El cosmos del maestro de los hielos eternos se expandió, empujando lejos la blanca cortina que privaba la casa del sol.
Aunque fuera cosa de un instante, se sintió como una solitaria eternidad. Cuando Hyoga tomó su mano para guiarlo en la oscuridad del cuartillo (pues la lámpara se había apagado con la ventisca), Aioria lo siguió contento. Arriba, la luz del sol ya se colaba por las ventanas.
Al salir de la casa, el invitado no atinaba a decir que aquél era el mismo terreno al cual él había llegado. Como si al escarbar su camino entre la nieve, hubiera acabado ingresando en un mundo diferente sin notarlo. Ni siquiera hacía tanto frío.
Camus y Hyoga caminaban al frente, usando abrigos que seguramente no necesitaban, mientras repasaban en ruso su lista de la compra. O fingían eso mientras discutían cosas que el invitado no necesitaba conocer, pues él no era parte de su pequeño universo nevado. Cuando le preguntaron al griego si quería algo, Aioria sintió una opresión en la garganta.
Milo estaba equivocado. Camus tenía todo el derecho a querer permanecer en ése sitio aparentemente inhóspito, incluso tras haber perdido a uno de-
—¿Señor Aioria?
—Ah, um, ¿ya anotaron carne? No sé si me quedaré a cenar, pero…
—Aioria, nos estás haciendo un gran favor, puedes quedarte el tiempo que desees. ¿Carne de res?
—De cualquier tipo —replicó al instante.
Camus lo miró fijamente, sus ojos eran tan pregnantes que el griego casi no logró captar su sonrisa antes de que volviera el rostro al frente.
—Prefieres las carnes blancas, no lo he olvidado.
¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que el joven león se sintiera tan… tan en casa?
—¿Qué haces aquí?
El muchacho no volteó el rostro para cuestionar al silencioso visitante. El general marino no gustaba de recibir visitas, pero justamente no podía denegar el paso por su pilar al comandante de los siete mares.
—Vigilo. Las sirenas cuentan que el santuario está comenzando a moverse... pero veo que los tuyos están bien.
Isaac de Kraken suspiró y cerró los ojos para dejar de observar las flores cayendo. La corriente del Ártico, aquella que los llevó a él hasta allí, le hacía llegar la misma ofrenda cada año en lo que sería el aniversario de su muerte.
—Algo ha cambiado —anunció el muchacho—. La cantidad de flores de éste año es treintaitrés.
Por lo general, su maestro y antiguo compañero arrojaban veintidós flores blancas; once cada uno. Quizás al fin lo habían reemplazado y querían que él superara su separación también, o, quizás querían advertirlo sobre algo. Podía, también, ser simple casualidad.
Treintaitrés. Treinta y tres. Tres.
Tercer-
—Oye —Kanon de Dragón Marino tomó el hombro del muchacho para sacarlo de su ensimismamiento—. En realidad vine a buscarte. Tetis trae noticias del recipiente y quiere compartirlas con todos.
Las flores y los pétalos sueltos ya habían caído sobre la arena, pero el comandante aguardó a que su general lo reconociera antes de empujarlo a dar media vuelta y regresar con sus camaradas. El muchacho obedeció sin protestar y el hombre miró las flores blancas una última vez antes de centrarse en el camino de retorno; era un gesto despreciable, el velar a alguien que no estaba muerto.
Por suerte su hermano gemelo, en el santuario ateniense, nunca tuvo el descaro de despedirse de él de aquél modo... ése loco de seguro intuía que no había muerto. Jamás lo creería sin un cuerpo para demostrarlo.
Tenían suerte de que los demás fueran tan obtusos, tan ignorantes. Cada cual daría su mejor batalla para proteger el hogar que había creado para sí mismo.
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